Y es que todo es un poco un problema de definiciones: dado que es difícil definir con exactitud lo que es la vida, lo mismo sucede con la muerte y con la delgada línea que separa a ambas. Algo que hace a los autores preguntarse cuán diferentes somos de un pato, una célula o una piedra, pues si se razona paso-a-paso las diferencias no son tantas como parecen.
Suele aceptarse que la vida dedica la energía a revertir la entropía. En otras palabras: los seres vivos usamos la energía para«ordenar» nuestro cuerpo y nuestro entorno en algo – algo en cierto modo antinatural en un universo que busca el equilibrio y tiende al desorden.
Por otro lado una célula individual suele considerarse viva: nace, consume energía, puede mantenerse aislada, interactúa con su entorno, crece, se reproduce, evoluciona… Pero hete aquí la gran paradoja: ninguno de los componentes que hacen que la célula sea lo que es puede considerase vivo en sí mismo; esos componentes podrían considerarse «piezas muertas» del mismo modo que un tornillo, el motor o el manual de un coche no son un coche. La vida, según explican, sería como «un coche que va reconstruyendo sus piezas constantemente mientras circula a 100 km/h, con materiales que va recogiendo por la calle».
También ronda por ahí el curioso aspecto de considerar a la vida como información, más específicamente la contenida en el ADN. Esto explicaría algunas cosas y complicaría otras. Por ejemplo, permite repensar qué es la inteligencia artificial que en estos tiempos estamos casi a punto de crear.